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'Remembranza vasco'. Artículo de José Luis García de Falces sobre Arturo Campion en este año en que se conmemora el 150 aniversario de su nacimiento (en El Diario Vasco)

13/06/2004

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Por José Luis García de Falces

Escribir del insigne navarro Arturo Campión, al cumplirse este año los 150 años de su nacimiento, es un gozo para quien conoce, siquiera someramente, la magnitud de su obra, y un dolor encallecido para quien siente y ama a este país, por el obligado desconocimiento de la misma. Autor de más de ochenta obras que han estado hasta hace poco proscritas y que todo vasco que se precie, sobre todo el altonavarro, debiera conocer. Fue Campión un hombre que asumió, en su monolítica personalidad, toda la esencia vasca de Euskalherria.

Nace en Pamplona el 7 de marzo de 1854. Estudia el bachillerato y los primeros cursos de Derecho en la Universidad de Oñate, donde nace Campión para la causa vasca. Tiene como profesor a Estanislao de Aranzadi, uno de los hombres mejor formados en la tesis vasca de aquel entonces. Es muy posible que fuese Aranzadi quien inspirase en Campión ese sentimiento que arraigó profundamente en su alma. El estudio de nuestro pasado histórico le abrió caminos insospechados y se apoderó de él. Fue ese escozor que impacienta el corazón del hombre cuando advierte que le faltan partes esenciales de su ser para realizarse plenamente. Él lo entendió así, con toda la sensibilidad de su alma generosa, y se dedicó a conocer a su patria, comenzando por su idioma, el euskara. Así, una vez terminados sus estudios de abogado, puso todo su empeño en aprender la lengua vasca. La llegó a dominar, hasta publicar cuando frisaba los 30 años, una gramática de los cuatro dialectos literarios de la misma, editada en Tolosa en 1884. En su dintel dejó escrito: «Aunque el euskera fuera un idioma desabrido y torpe lo amara yo como a las niñas de mis ojos». Por este amor y profundizando en él, fue filólogo, historiador, investigador, novelista Manuel de Irujo decía que «su preocupación por los problemas del país era tal, que autoriza a pensar en el patriotismo hizo a Campión artista y sabio».

Es incomprensible para quien tenga una mente sana, que este hombre, profundamente cristiano, con tal personalidad y grandeza de alma, de entrega a la noble causa de su pueblo, haya tenido su obra postergada al silencio más ominoso, hasta resultar un desconocido para sus propios paisanos. Fue diputado por Navarra, senador por Vizcaya, presidente de la Sociedad Internacional de Estudios Vascos y de la Academia de la Lengua Vasca, y muchos cargos más llevado por su inagotable entusiasmo por la cultura vasca.

Es memorable su discurso en el Congreso de los Diputados, en sesión celebrada el día 22 de julio de 1893, en el que dijo: «Aquí estamos los diputados navarros cumpliendo la misión tradicional de nuestra raza, que tanto en la historia antigua como en la moderna y aún contemporánea, se expresa con el verbo «resistir». Aquí estamos escribiendo un capítulo nuevo de esa historia sin par que nos muestra a los vascones defendiendo su territorio, su casa, su hogar, sus costumbres, su idioma, sus creencias, contra la bárbara ambición de celtas, romanos, francos, árabes y efectuando el milagro de conseguir por luengos siglos su nacionalidad diminuta a pesar de todos».

Hoy como ayer --cada palabra se renueva--, es necesario resistir. Elevar nuestras voces para defender nuestras libertades, reclamar por derecho la libertad de un pueblo que heredó son su suelo natal, sus instituciones libres.

Éste era Arturo Campión. Vivió a caballo entre su casa de Pamplona, en la calle Chapitela, y San Sebastián, en Villa Emilia, donde murió en 1937, en plena guerra civil. Paz de Ciganda, en su artículo necrológico emocionado, diría: «Se han cerrado las grandes ventanas de luz que habían vivido abiertas para nuestro país». Aquella campana había dejado de sonar.

Conocí a Arturo Campión cuando él tenía 81 años y yo solamente 15. Todos los meses iba a cobrarle un recibo de veinticinco pesetas para una organización vasca. Me atendía personalmente y mantenía conmigo algo así como un monólogo, al que yo contestaba con monosílabos, instándome siempre a que aprendiera euskera, como él había hecho. Yo quedaba aturdido por su sencillez, al mismo tiempo que me hinchaba de orgullo por hablar bis a bis con el maestro, con aquel hombre que era el primero en la defensa de la cultura vasca. Una obra ingente que sólo ingratitudes habría de acarrearle y que da la impronta de su categoría humana. Porque siempre ha sido difícil decir «soy vasco», y asumo todo lo que en sí encierran estas palabras, con toda su responsabilidad, hasta con la propia vida.

Campión escribió cuentos, novelas y leyendas que no han tenido la divulgación necesaria y merecida, porque cuando se toca el tema vasco con toda su crudeza, escuece, quema, hiere... Es de aplaudir la edición de sus obras completas por la editorial Mintzoa en l983, pero no es suficiente. Sus obras parecen escritas como si cada una llevase impresa una lágrima de sangre, extraída de su propio dolor. Así, en Blancos y Negros, refiere el sacrificio del patriota. Pedro Mari muere ante el pelotón de ejecución; en El último tamborilero de Erraondo presencia la tragedia de su pueblo, que ha perdido su idioma, su propia idiosincrasia; en El Coronel Villalba describe la triste epopeya de Navarra bajo la «cruz» del Cardenal Cisneros y contempla a Navarra vencida y humillada. Y es en El Bardo de Izalzu, que dedica a su esposa Emilia, donde deja a Gartxot morir emparedado, donde exprime las esencias de su ser. Otras muchas obras, hasta 83, han vuelto no hace mucho a la luz, dignamente editadas. Mas yo pienso que otros homenajes debieran acrecentar su memoria poniendo, por ejemplo, una placa con su nombre en una plaza, en una calle de la ciudad, en el frontispicio de la casa en que nació y vivió, en la ciudad que le vio nacer.

En el Museo de Pamplona, en el último chiribitil del palacio, tienen escondido un cuadro del pintor navarro Javier Ciga, que estuvo expuesto en la Cámara de Comptos, pero que parece estorbaba a algún señor y lo escondieron en esos bajos. Un óleo primoroso del afamado pintor de la efigie de nuestro ilustre paisano Arturo Campión silenciado a la memoria de las gentes. Juan Iturralde y Suit, su ilustre amigo, dejó escrita esta frase: «Pueblo que a sí mismo se ignora, es tal cual si no existiera». Y se podría añadir: «Pueblo que a sus ilustres personajes no honra, a sí mismo se deshonra».

(publicado el 13-06-2004 en El Diario Vasco de Donostia-San Sebastián)


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