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Relatos ejemplares, por José Félix Azurmendi (en Deia)

19/01/2017

Alguna vez sostuve que Jesús Insausti, Uzturre, y, en menor medida por razones de edad, Luis María Retolaza, eran los únicos que podían hacer el relato completo del PNV, un partido de más de cien años que ha pasado por situaciones muy diversas, en el exilio y la clandestinidad la mitad de su existencia.

Enlace: Deia

José Félix Azurmendi. La mayor parte de sus actuales dirigentes no pudieron conocer ni la guerra ni la resistencia y las familias han sido generalmente parcas a la hora de la trasmisión del pasado, si no es que estuvieron en el otro bando. No me refiero a la historia oficial ni a la oficializada por historiadores profesionales, sino a la intrahistoria, esa que se prefiere olvidar, cuando no ocultar, porque junto a gestas y gestos heroicos conviven comportamientos y actitudes propias de la miseria humana. Se conserva una rica correspondencia de José Antonio Aguirre, Manuel Irujo, José María Lasarte, Julio Jaúregui, José Rezola y otros dirigentes del exilio con suficiente información para sustentar lo que digo; y hubo otra documentación que fue destruida para no dar bazas al enemigo, se dijo, y seguramente también porque no se estaba orgulloso de lo que contenía. Tuve oportunidad de conocer directamente a unos cuantos de los dirigentes jeltzales del exilio, a Jesús María Leizaola, a Manuel Irujo, a la familia Landaburu, a los Alberro, Rezola, Unzeta, Solaun y otros, todos ellos sumamente dignos y honorables. Tuve ocasión de tratar en Caracas a personas que habían tenido papeles relevantes en la guerra y en la primera resistencia antifranquista. Debo confesar que guardo de ellos un recuerdo positivo, no exento de las contradicciones que alimentan la derrota, el exilio y la necesidad de olvidar para sobrevivir.

En las paredes del Centro Vasco de Caracas que frecuenté en los 60 había fotos de Sabino Arana, de los lehendakaris y de Txomin Letamendi. Nunca, sin embargo, oí hablar de él en ninguna de sus dos barras de bar. Al menos en los diez años de los que fui testigo, nunca se le hizo un homenaje, nunca se celebró una misa en su nombre, nunca le mencionaron ni los que le prepararon la documentación falsa con la que regresó de Venezuela a vivir en clandestinidad en Euskadi, Catalunya y España ni los que convivieron con él en el frente de Artxanda. Nunca, nadie, que yo sepa. La familia de Txomin, seguramente por dignidad y por ahorrarse dolor, tampoco hablaba de él ni de las circunstancias que le habían llevado a la muerte. No me atrevo a decir que fuera un tema tabú, como es el del secuestro y desaparición de Jon Pirmin Arozarena en el Laurak bat de Buenos Aires, por ejemplo, pero sí que fuera, que era, un tema incómodo. Uzturre sí recordaba de vez en cuando a Txomin Letamendi, Turuta, con quien había convivido en clandestinidad. También, sin nombrarlo, El Cojo Beitia, desde Washington, cuando le recordó a Jorge Landau, director para España y Portugal del Departamento de Estado, que los nacionalistas vascos habían prestado importantes servicios a los aliados a costa de grandes riesgos personales y el fusilamiento de uno (Luis Alava) y la muerte por torturas de otro (Letamendi).

Dos libros, de Kirmen Uribe y Pedro Ibarra, retratan vascos y rompen silencios. Hablan de exilios y resistencias, el segundo también del Neguri que monopolizó el poder en Bizkaia durante décadas

Tampoco a la familia de Txomin le oí hablar de él, pero sí, todo el tiempo, de Euskadi, de la importancia del euskera, de la resistencia, de Ondarroa. Patxi, el hijo menor de Txomin, vino a buscarme al aeropuerto de Maiquetía cuando llegué a Caracas y me llevó al generoso hogar de sus tíos Jon y Miren, donde viví hasta casarme. Frecuenté desde el principio el balcón de la casa de Karmele en la Primera Avenida de los Palos Grandes, cerca de donde perdieron la vida en el terremoto del 67 el delegado del Gobierno vasco y su esposa y compartí tertulia con Andima Ibiñagabeitia, que había conocido resistencia y clandestinidad con Txomin. Era el elantxobetarra Andima un maestro cultísimo, un militante del euskera y la cultura, un hombre empeñado en ese tiempo en que los euskaldunes pasaran de la fase oral a la escrita. En la tertulia de ese balcón cayó también un día el padre Arriola, un jesuita prestigioso llegado a Venezuela a dirigir Ejercicios Espirituales a sus compañeros, cuñado de Anita Urresti, la hermana que vivía entonces con Karmele. El padre Arriola, que mandaba mucho, me presentó en la Universidad Católica, les dijo quién era y que quería estudiar Periodismo y que mis papeles ya llegarían más tarde: ninguna objeción, todo facilidades, y así me introduje en este oficio. Solo cuando a Txomin hijo le detuvieron en Euskadi oí hablar de Txomin padre en aquella casa. Fue entonces cuando escuché las explicaciones de Karmele a la prensa venezolana sobre las circunstancias de su familia, dichas con naturalidad y sin dramatismo. Se sentían bien en Venezuela y con los venezolanos, pero se sabían de paso allí.

Ha explicado Kirmen Uribe con Ezra Pound las razones que le han llevado a titular La hora de despertarnos juntos al libro en el que recrea la vida y la historia de esta familia singular. No me toca a mí glosar los méritos literarios de esta novela, que novela la quiere el autor y que es para mí, tan implicado con los protagonistas y sus circunstancias, la crónica fiel de una saga familiar a la que la fidelidad a sus convicciones convirtió en excepcional. Kirmen es un escritor laureado en lengua vasca, que ha tenido el acierto de facilitar versiones del libro en otros idiomas, porque lo que narra y recrea tiene la suficiente fuerza para ser leído con interés en cualquier transcripción. No son los vascos muy dados al desnudo familiar, a hablar de ellos y los suyos, ni siquiera cuando hay tanto que transmitir como en el caso que nos ocupa. Por eso el trabajo de Kirmen es doblemente meritorio: ha roto silencios largos y dolorosos, los ha convertido en un canto de justicia, verdad y esperanza. Ha puesto palabras al silencio, ha verbalizado con belleza la radiografía de una familia, que lo es también de un pueblo y un tiempo.

Pedro Ibarra ha escrito Memoria del antifranquismo en el País Vasco, Por qué lo hicimos (1966-1976) para explicar el cómo y por qué él y su compañera Carmen Oriol hicieron aquel tránsito vital y militante y para que no queden en el olvido las compañeras y compañeros con los que compartieron lucha obrera antifranquista en Bizkaia. Ha recogido los nombres, uno por uno, de cerca de cuatro mil de ellos, desdiciendo de paso lo que frecuentemente se ha dicho de que fueron cuatro gatos los que resistieron, los que pelearon por las conquistas sociales y políticas. En poco más de diez páginas, Ibarra hace también una radiografía sin concesiones del grupo social en el que nació, Neguri, Getxo, quinientas familias y doscientos apellidos cruzados y entremezclados, que monopolizaron durante décadas el poder económico y político de Bizkaia. Recuerda Pedro Ibarra que mandaban directamente en la gran industria y en la gran banca vascas y en muchos casos en las finanzas e industria españolas. Y que mandaban indirectamente, y en ocasiones sin intermediarios, en la política, en la dictadura franquista. Mandaban, desde luego, en los escasos medios de comunicación existentes. “O sea que suyo era el dinero, el poder y la ideología dominante. Una oligarquía en estado puro”, escribe.

Neguri, con muy escasas excepciones, había apostado por los sublevados, pagó con sangre su apuesta -una buena parte de los sacrificados en los asaltos a las cárceles por los que el lehendakari Urkullu se ha dolido recientemente llevaba sus apellidos- y Franco les permitió cobrárselo con largueza. Apenas dos o tres familias se mantuvieron fieles a la República desde el nacionalismo vasco. La más notable, la de Ramón de la Sota y Aburto, uno de cuyos hijos, Manu, que mantuvo con Txomin y Karmele una relación estrecha y fue el hombre à tout faire de Aguirre en Nueva York, ocupa lugar destacado en el libro de Kirmen Uribe. Dice Pedro Ibarra que jóvenes y viejos vivían en ese microcosmos social de Neguri con un manifiesto desprecio por la cultura. Tal vez debería haber exceptuado a sus padres, sobre todo a su madre, Adela Güell, y desde luego, a Manu Sota, a quien debió conocer en Etchepherdia, la casa de los Sota junto al Faro de Biarritz, cuando iba de niño a visitar a su padre en compañía del abuelito y aquel amable señor del que no sabían explicarle por qué vivía allí, le hablaba de barcos. Dice Pedro de los de Neguri que eran partidarios de la dictadura franquista por la obvia razón de que el régimen defendía sus intereses. Explica bien Kirmen hasta qué punto no eran esos los intereses de tres generaciones de Letamendi-Urrestis.



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