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El último vasco que recorrió las calles de Coronel Moldes

03/25/2015

Manolo había nacido en Irún, en las estribaciones de Los Pirineos, en un caserío cerca del puente que une Gipuzkoa con Iparralde. Era mágico y bello el lugar, entre los montes y la playa, donde el Atlántico se hace azul, con una espuma como puntilla bordada sobre las arenas. Fue el hijo menor, el único varón de la familia de Josefina Burgete y Marcial Usandizaga. 

Nevaba el 17 de Enero de 1914 cuando vino al mundo y lo llamaron José Manuel. Creció mimado y sensible entre madre y hermanas que se desvivían por “anaiatxo”, hermanito; ya que su padre enfermó a los pocos años y los dejó por mejor vida apenas él cumplía los seis. En tanto, la guerra había traído a Europa su coletazo de miseria, enfermedades y penurias. Todo esto, unido a la pena por su viudez, enfermó a Josefina de tisis, y se pensó que lo mejor era que los niños fueran al campo con sus tíos maternos. 

Manolo fue a vivir en Aranaz, Arantza en euskera, a Xuantenea, un caserío en medio de la verde campiña navarra y allí creció repartiendo sus días entre las tareas rurales y la escuela. Muy pocos hablaban español, y él que lo hablaba tanto como el euskera fue enseñándolo entre juegos a sus compañeritos o traduciéndole a la maestra. 

Comenzó el secundario y al cumplir quince años con una situación política difícil, y ante la promesa de trabajo y bienestar con unos parientes en Argentina lo embarcaron junto a Pedro Urbizu y Vicente Alzuri en el “Monte Umbe” que salió de Burdeos una ventosa mañana de primavera, y a los veintisiete días de viaje recaló en el puerto de Buenos Aires.

Sintió frío en el corazón cuando vio que nadie los esperaba. El otoño porteño prodigaba una llovizna fina, txirimiri, como en los montes de Arantza donde cuidaba las ovejas envuelto en un capote. Zuloaga, que debía encontrarlos, llegó tarde, demorado por una partida de mus y algo más, en la fonda de Laura Gorría. 

Se fueron al Hotel de Inmigrantes y pasaron unos días dando vueltas por el puerto y los mercados aledaños. 

Manolo traducía y sacaba cuentas para que alcanzara el poco dinero que traían. Alzuri, que siempre había calzado “abarkas”, alpargatas, se compró unas botas acordeón de cuero nunca vistas. Urbizu se calzó en la cintura una faja colorida y facón criollo que le compró a un vendedor ambulante.

- Oye Alzuri… que tú duermes con las botas puestas.

Tres días durmió el vasco sin sacarse las botas porque no podía sacárselas solo y no pidió ayuda. Era una de las anécdotas que a Manolo le gustaba contar.

Al fin llegó Zuloaga y partieron hasta Retiro para tomar el tren que los llevaría a Rufino, en la provincia de Santa Fe. Alli tenía un campito Fermín Alzugaray, casado con una prima de Manolo, Clara Lazcano. Estaban salvados. Asi que, más contentos que “perro con dos colas” se fueron los cuatro caminando por el empedrado hacia la estación, cantando “Desde Santurce a Bilbao”.

Un niño, que en la calle los señaló: unos, dos, tres, cuatro vascos, porque los cuatro iban de “txapela”, de boina, le hizo sonreír. Laurak bat, “cuatro unidos”- pensó Manolo- apretando en el bolsillo los pocos duros que había conservado, y su pecho se llenó de esperanza.

No podían creer que tanta llanura se extendiera ante sus ojos y ni un monte siquiera, ni río, ni bosques, ni mar. 

Esto era llano, alambre y trigales. Un mar de pasturas donde navegaban cabezas y cabezas de hacienda. 

En lo de Fermín trabajaron a lo vasco, duro y parejo, hasta que con Manuel Lazcano decidieron tentar suerte para el lado de Córdoba, a Coronel Moldes, porque se alquilaban muy buenos campos para criar vacas. 

Y se vinieron, ya no cuatro sino “hirurak bat”, tres unidos, para estos pagos, donde formaron sus familias. 

Sólo Manolo siguió “lagungabe”, sin compañía, obstinado, con su campito, su tambo y sus crías “behigorri” de vacas coloradas. 

Desde ese momento también compartió su existencia de trabajo con una prima, Concepción Lazcano de Marticorena, la “Conce”, quién en el seno de su hogar le brindó el afecto familiar que él necesitaba para paliar la soledad. 

Mientras nacían los hijos de los amigos, él viajaba a Buenos Aires para vender en Plaza lo mejor de sus novillitos colorados; alternando el trabajo con Chantecler, Palais de Glasse y los clubes de Liniers donde se escuchaba a las más prominentes orquestas de tango. 

Manolo tenía una voz portentosa y le gustaba cantar como cuando niño en Arantza, pero ya no de “Desde Santurce a Bilbao” y canciones de romería, sino tangos. 

Hizo amistad con Sabina Olmos y Charlo y también con Donato Racciatti. Ellos lo tentaron durante años para llevarlo en sus giras pero no, él prefirió el terruño, los amigos, la gente del pueblo y quizás un día, una familia. 

Prefirió cantar tangos con la orquesta de Dalmacio Ré en Bulnes y quedarse en el pago trabajando antes que vivir en una ciudad de farra en farra. 

Nunca dejó de ser un solitario, un niño tímido y sensible que cantaba por el gusto de cantar y para dar salida a esa voz más grande que su pecho. 

No hubo hogar de vascos que no tuviera su presencia y su voz en las fiestas campestres de yerras y vacunadas; casamientos y cumpleaños. 

También las familias italianas gustaban de su compañía porque su trato era agradable, las charlas de política y novillos siempre novedosas, y era bueno hacer negocios con él. “Prefiero conservar un amigo antes que tener la razón” era su lema.

Cuando ya todos creían que Manolo sería para siempre un solterón empedernido, se ocupó de demostrar lo contrario. 

Había logrado sus propósitos en la vida: trabajar, tener su tierra, sus animales, su casa…un buen pasar y suficiente… ahora le faltaba formar un hogar. Y encontró una mujer joven, bonita y cariñosa: Margarita Quevedo, con la que se casó por los años 60 y tuvieron un hijo al que llamaron como a su abuelo: Marcial Usandizaga. 

Disfrutaron de la paz de un matrimonio bien avenido durante cuarenta y tres años. En ese lapso de vida que fue otra vida, Manolo regresó dos veces a su amada tierra, a su familia; pero la Argentina era la tierra del corazón. La tierra que le había dado todo: trabajo digno, buenos amigos, riqueza, una familia y amor. Por eso cantaba el Himno Nacional en las fiestas patrias como si cantara el Gernikako Arbola, que es el himno de los vascos.

Él fue el último vasco puro que recorrió las calles de Coronel Moldes en estos años. 

Repartió su buen humor, sus canciones, cultivó la amistad y el ser solidario.

Cuidó y disfrutó de sus nietos: Emmanuel, Macarena y Joaquín Usandizaga, nacidos del matrimonio de Marcial con Nora Medina. 

Ellos fueron el otro regalo con que el cielo lo había compensado.

A los noventa años partió serenamente, como había vivido, agradecido de la vida y de la mujer amada que apretaba su mano.

- Más que como mujer, me has cuidado como si fueras mi madre- le dijo con un murmullo- en sus instantes finales. 

Y sintiendo la caricia en la frente del beso maternal que la vida le había negado, se entregó al llamado de la eternidad con la paz y la serenidad perfecta de que gozan los espíritus justos.
 

Significado del apellido Usandizaga: Palomar grande – Lugar grande de palomas.

Uso: paloma
Handi: grande
Aga: lugar



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Marita Echave

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