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Desde Urbasa a Urlurra, la historia de la familia Larraza

05/15/2015

I

LAINOA (NIEBLA)

Los dos amigos partieron al amanecer desde Olazti hacia Larrun bajo un txirimiri que no cesaba y les calaba los huesos pese al capote y la txamarra de oveja que los protegía. Días escapando entre los montes, refugiándose en txabolas de pastores o de carboneros. A veces escondidos bajo una capa de tupidas hojas; junto a un viejo tronco caído, hacían un alto para dormitar, con un sueño breve, alerta y luego seguir. Deshechos los pies por trepar las rocas y las manos de apartar espinos. En el silencio de los bosques umbríos, el berreo de ciervos y venados los guiaba hacia los arroyos donde saciaban su sed y se refrescaban. De vez en cuando escuchaban el txakun-txakun de una txalaparta con la que se comunicaban los baserritarrak. También era la época de hacer la sidra. Ese olor delicioso de las manzanas. La algarabía del trabajo en el que todos colaboraban y al final, talos con txistorra y fandango para festejar. ¡Cuánto dejaban atrás!

Setas y palomas fueron su alimento durante el trayecto cuando se acabó el zopako y el queso que las amatxis habían guardado en el morral. Jóvenes y fuertes acostumbrados a la vida de trabajo en el baserri recorrieron los bosques de Urbasa cruzaron por Aralar bordeando el roquedal y bosques de robles altonavarros hasta llegar a Larrun donde los contrabandistas los llevarían al otro lado de los Pirineos sin tener que ascender al monte, sino a través de una cueva que lo atraviesa y ve la luz no lejos de Donibane Lohizune. Se detuvieron a la entrada del zulo que les habían señalado esperando el irrintzi de contacto. La fina lluvia fue transformándose en niebla y pronto cubrió las laderas del monte, el valle allí abajo, los techos rojos de los caseríos, el hayedo quieto y los ondulantes tejos. Todo desapareció de la vista de los jóvenes y la niebla se instaló en el corazón de Martín pero sólo por un instante. Esos breves segundos en que recordó el rostro suave y resignado de su amatxo Mari Joakina, cobijado entre sus manos en la despedida y el apretado abrazo de aita Juan José. Sus hermanos mirando tras las ventanas y Fermín, el menor, subiendo a toda carrera hasta el desván, para agitar su mano desde la pequeña ventana, casi junto al tejado. Un futuro que no podía vislumbrar lo esperaba. ¿Volvería a ver a los suyos? Tal vez nunca más. De cualquier modo era mejor que ir a morir a Cuba a manos de vaya a saber quién, y para defender una bandera que no era la suya. Porque España estaba en guerra pero a morir iban los vascos, los asturianos y los catalanes. Y él no quería guerra para su vida, quería trabajo, casa y familia.

Atravesaron las entrañas del Larrun hasta llegar a Donibane Lohizune y desde allí a Burdeos en una caravana de carros que llevaban mercancías y toneles de vino al puerto. Antes de subir a la planchada, Eneko Garmendia Urrutia, natural de Idiazabal y Martín Larraza Sarasola, nativo de Olazti, empinaron el último chorretón de vino en bota de su querida Navarra. Partió lentamente el paquebote rumbo a la soñada Argentina. Pero el Río de la Plata baña las costas de Uruguay también y allí fue donde bajaron los amigos. Eneko decidió quedarse a probar suerte con los orientales. Martín, fiel a su objetivo, siguió hacia a la Argentina y cruzando ríos y provincias fue a dar a la ciudad de Corrientes. Era fines de 1898. Se hizo pescador y jangadero, a orillas del Paraná, por un tiempo hasta ganar lo suficiente como para embarcarse por el mismo río hacia Buenos Aires. El viaje le permitió conocer un litoral con pujantes ciudades ribereñas, en una de las que estaría fijado su destino final: Rosario. Pero él aún no lo sabía.

No lo apabulló el movimiento de la capital argentina. Presentó sus documentos en el Hotel de Inmigrantes y a la semana tenía contrato como palankari y pastor de ovejas en Bahía Blanca. Allá fue con un espíritu sólido, optimista y un cuerpo saludable que se hizo duro y fornido como los robles de su tierra. Trabajo de sol a sol y fiestas de domingo le acercaron amigos, peones criollos, y vascos que como él habían encontrado otro suelo donde vivir alejados de divisiones y contiendas.

Así fue que conoció a Venancio Nieto, muslari como él, con quien compartió mesas y partidas de cartas hasta el amanecer cada día de fiesta, cada fin de semana. Esa amistad lo llevó a la casa de Venancio donde sus hijas se disputaban ofrecerle mate, torrijas y leche frita después de los copiosos almuerzos. Para eso cabalgaba horas ida y vuelta en su alazán.

-Una de ellas será para mí – le decía a Donata, la esposa de Venancio, cada vez que partía. Y fue Gabriela la que con sus ojos claros y sus brillantes trenzas le amarró el corazón.

Se casaron en Bahía Blanca en 1909 y de ese amor nacieron siete hijos. En algunos casos, como éste, la vida de los vascos en estas tierras fue transhumante. Martín quiso probar fortuna y después del nacimiento del primogénito, ocurrido a mediados de 1910, partió con Gabriela y su primer hijo hacia la provincia de Santa Fe. En Acebal construyeron su hogar. Poco tiempo antes, el mismo día del nacimiento del pequeño Martín, se había fundado el pueblito de Idiazabal en la misma provincia, y en él, por esas cosas del destino, se instalaría con el paso del tiempo, ya hombre de familia.

Vivieron en una pensión propiedad de otro vasco, don Pablo Albaizeta. Una licorería y depósito de bebidas fue el negocio, llamado “La Estrella”, que desarrolló Martín Larraza Sarasola durante nueve años en esa villa santafesina. Habiendo conseguido una pequeña fortuna se trasladó con su familia, ya numerosa, a Rosario, ciudad donde nació la última hija. Allí compró una casa señorial, “Villa Gabriela”, en honor a su amada. La década del 20 al 30 le trajo progreso y bienestar como para vivir dignamente, sin lujos, con la sencillez acostumbrada y las comodidades merecidamente ganadas. Martín se sustentó de la renta de las propiedades que fue adquiriendo con sus buenos tratos y negocios. Siempre cumpliendo con la palabra empeñada.

Anciano ya, la crisis económica que tuvo que enfrentar a fines de 1940 lo llevó a perder su villa y debió instalarse en otro lugar, quizás no deseado. Con el corazón estremecido y refugiado en el silencio, su alma de euskaldun fue apagándose. La misma niebla que ocultó su caserío de piedra y madera en Olazti cuando partiera, se presentó ante sus ojos una mañana de Noviembre del 49. Como era su costumbre, hizo girar entre sus dedos el anillo de sus días. Lainoa era la nostalgia, sus padres, sus hermanos, el bosque rumoroso, los torrentes cristalinos, los senderos. Lainoa era la etxea de piedra y madera rústica con escudo de nobleza, el cielo brumoso de Urbasa Andia, la fina llovizna de otoño, la algarabía de las fiestas, de las romerias, el calor de los bueyes y las ardi beltzak en el establo. La niebla cubrió sus ojos, hizo vacilar sus piernas. Extendió los brazos hacia aquellos recuerdos pretendiendo asirlos para que no escaparan, para volver con ellos y lainoa ocultándole el vacío se llevó su alma lejos, lejos y dejó su cuerpo, robusto como un roble, descansando en esta tierra.

Marita Echave (con la memoria de Eduardo Larraza)

POEMA

Eduardo Larraza – Alemania 1999
(Nieto de Martín Larraza Sarasola)

Yo evoco el nombre del que fue mi abuelo
Vieja y desgajada rama del Árbol de Gernika
Lo evoco en el noble sostén de su palabra
Y en la señera estirpe del vasco de Navarra.

En el rostro serio y grave, la noble frente,
En su bondad fluyendo con fuerza de torrente.
Lo evoco en los pueblos profundos de su raza
¡y en la Amalur solemne del pastizal Larraza!

Lo evoco en su vida de austera postura,
En la limpieza sin par de su andadura.
En su idioma de piedra, dulcemente sonoro,
Y en la paz que brotaba de su palabra de oro.

Lo evoco en su infancia, junto al bosque sombrío,
Bajo el humilde sol de invierno que baña el caserío.
En la alondra que canta por la Sierra de Urbasa
Y en el escudo que cubre las piedras de su casa.

Lo evoco en la salada espuma del acuoso camino,
En el oleaje bravío de su destino argentino.
En el ronco silbido del viento con su canto,
Y en la piadosa lluvia sobre los surcos del campo.

Y yo evoco, por fin, al Euskaldun de roble,
Por todo lo que tuvo de íntegro y de noble.
Al viejo abuelo Martín, al pastizal profundo,
¡al hijo de una raza tan vieja como el mundo!


Casa natal de Martín Larraza Sarasola


Mis abuelos navarros. Boda en Bahía Blanca (1909).


Abuelos en Rosario, Parque Independencia.

II

EGUZKIA (SOL)

Martín Larraza Sarasola de Olazagutia y Gabriela Nieto Cascante, su esposa, eran de pocas palabras, puro ejemplo. Así fue la crianza de los hijos. Nada de lo esencial faltaba en el austero y cálido hogar que formaron. Escuela y juegos para los hijos en el pequeño pueblo santafesino donde todo era próximo y exento de peligro. La plaza poblada de paraísos, plátanos y cipreses era el lugar elegido para las correrías infantiles pero también para los festejos patrios y escolares.

La bella y apacible Gabriela crió a sus hijos con dulzura y firmeza. Como buena matriarca, su palabra era ley en la casa y Martín no necesitaba castigos para ellos, bastaba una mirada o una pregunta a tiempo…..como aquella que Martín hijo no olvidó jamás y quedó como anécdota familiar. “Viniendo de la escuela prende un cigarrillo y se deleita fumando por la vereda cuando cae en cuenta que viene su padre frente a él, entonces dobla el cigarrillo y encendido lo esconde en su mano. Así van caminando padre e hijo hasta la casa en silencio. Cuando llegan a la puerta el padre pregunta: ¿Te has quemado mucho, hijo?”

Nueve años en Acebal y luego marcharon a vivir a Rosario. ¡Cuál sería el espíritu de traineras que llegó a los genes de Martín hijo, que lo convirtió en la adolescencia en deportista del remo! Así lo vieron las aguas del Paraná ejercitarse y competir con entusiasmo y algarabía de familia y amigos. Socio del Club Regatas de Rosario y de Remeros de Alberdi, no solo frecuentó a nado y en traineras las islas, sino que también se dedicó con pasión al fútbol. Pasión heredada y compartida con Jesús Larraza, hijo de Fernando, hermano de su padre que había permanecido al otro lado del charco. Allá en Bilbao, Jesús Larraza fue máximo exponente del Athletic e integrante de la Selección de Fútbol en los años 20 (compañero de José Antonio Agirre, primer lehendakari), gran deportista, montañero, miembro del club Baskonia, fallecido tempranamente en un accidente de motocicleta. El deporte hizo de Martín un joven atlético y moreno por el que se desvivían las chicas de la época. Dicen que los navarros son en general de cabellos oscuros y los gipuzkoanos de ojos claros. Pues de ambos había heredado el hijo esas cualidades físicas, a las que agregó un poblado bigote. Su carácter alegre, dispuesto y emprendedor lo hizo el puntal de sus hermanos y el orgullo de sus padres, aunque a veces tuviera arranques de violencia inusitada ante alguna injusticia. En la familia se recordaba, quizás no de buen grado, aquel impulso adolescente cuando ofuscado con un profesor autoritario le arrojó un tintero, motivo por el cual fue expulsado y no terminó sus estudios secundarios.

Esta etapa en la vida del matrimonio Larraza-Nieto fue de felicidad plena: marchaban bien los negocios; los hijos creciendo y acomodando sus vidas en diferentes actividades; formando sus familias. Era un tiempo en que el sol de la existencia derramaba su energía benéfica sobre la familia, disipando la bruma de la fatalidad que alguna vez había ocupado el corazón de Martin Larraza, cuando partió de su Olazagutia natal. Pensó en que su hijo mayor debía encaminarse con otros vascos, si bien trabajaba en una firma inglesa dedicada a la metalurgia, con mucha eficiencia. Y pensó en un lugar llamado Idiazabal, en la provincia de Córdoba, fundado por un gipuzkoano, Demetrio Jauregialzo, el mismo día y año en que Martín hijo había nacido. Dado su amistad con otro vasco, Ignacio Lardizabal, le consigue trabajo allí en una firma cerealera: Aldasoro, Uría y Jaca. Parecía imposible… a miles de kilómetros todo quedaba nuevamente entre navarros y gipuzkoanos. La cuestión es que el bello Martín partió a trabajar con aquellos vascos en 1935 y en compañía de un navarro de Bera de Bidasoa, Francisco “el Gordo” Sierra, con quien además compartió durante un año romerías y jarana muy del gusto de los vascos. Buen comer, buen beber, cantar, bailar y demás. Al año siguiente se enamoró de Nelda Trossero, hija de piamonteses, y al poco tiempo se casaron. Se terminó la fiesta de soltero y continuaron las obligaciones maritales. Llegaron los hijos y Martín conservó siempre ese humor de maravilla, esa vitalidad que lo hacía un ser luminoso, compartiendo momentos con sus hijos, sus amigos, su familia. Le gustaba recordar con alegría cómo el día de su casamiento don Martín padre tuvo que llevar en brazos a la novia, a la salida de la iglesia de San Demetrio para que el barro ocasionado por la pertinaz lluvia no le ensuciara el inmaculado vestido de seda. Nelda había perdido a su papá a los cinco años de edad y el suegro fue el padrino de boda. No podía dejarla a pie, así que la levantó como una plumita y la depositó a las risotadas en el carruaje mientras los invitados y curiosos aplaudían. Después, según la costumbre, arrojó monedas “a la manchancha” para los niños al grito de ¡padrino pelado!

Inolvidables para los hijos que le acompañaban fueron los días de cacería, cuando se levantaba la veda y el frío escarchaba los campos de esa pampa húmeda. Martín, escopeta en mano, y sus hijos partían en el Ford 39 a perseguir liebres y perdices en el campo “La Remonta” y regresaban con el baúl repleto. Nelda y la nona María se ocupaban de aquellas ”piezas” para prepararlas… a la piamontesa. En esto también se fusionaron los inmigrantes, en la cocina, las comidas, y como todo vasco es de buen comer y de espíritu curioso, aventurero, él supo apreciar las virtudes de cocineras de su mujer y su suegra para deleite de la prole.

La vida laboral de Martin Larraza Nieto continuó con Aldasoro y Cía, compañía siempre de vascos, en el comercio de cereales, en especial trigo, que se daba muy bien esa zona. Los cambios de la firma llevaron a Martín y su familia a vivir a otra localidad cercana, Ordóñez, unos cuantos años después de crecer en Idiazabal. Allá formaría con su hermano la compañía de cereales Larraza Hnos, con la que ganarán fama de comerciantes hábiles y probos. Ganarán clientes y amigos para toda la vida. Será en Ordóñez donde la familia permanecerá hasta 1980, rodeada en Agosto por los verdes campos de trigo que se transforman en ondulantes mares de oro para Diciembre cuando llega la cosecha.

“Allí fueron felices y comieron perdices”, como nos dicen los cuentos tradicionales. Recordando a la nona y mamá Nelda, transcribimos su receta:

Receta de perdices a la piamontesa en casa de vascos

Se necesitan por lo menos cuatro perdices, dos cebollas, tres dientes de ajo, orégano fresco picado, manteca y aceite, dos hojitas de laurel, caldo de verduras, aceto balsámico, sal y pimienta.

Luego de pelarlas, limpiarlas y flambearlas, las perdices se lavan y se atan con hilo de cocina. Se coloca medio pan de manteca y dos cucharadas de aceite en una olla y se doran muy bien una a una. Se salpimentan y se agregan las cebollas picadas, los ajos, el aceto (a gusto) el orégano, el laurel y el caldo (una taza). Se dejan cocinar a fuego suave unos quince/veinte minutos. Y están listas. Se sirven en una fuente cubiertas con el fondo de cocción y arroz blanco cremoso.


Martín Larraza hijo y su esposa Nelda Trossero.


Fiestas vascas en Ordónez, Provincia de Córdoba.

III

EUSKAL ODOLA (SANGRE VASCA)

La sangre vasca siempre lo ha perseguido por los laberintos de sus venas, de su mente, de su corazón. ¿Será porque se ha visto desde la infancia tan parecido al abuelo Martín? ¿Será porque su vida marcó sin querer la suya de una manera simbólica? El gesto adusto, la palabra parca y justa, la escondida ternura. Esa imperiosa necesidad de proteger a la familia, cuidar sus límites y sus raíces. Guardar la memoria de vidas “sin data”, los paisajes que vieron aquellos ojos del abuelo obligado al desarraigo, las alegrías de los reencuentros; la vuelta a escuchar el dulce y rápido idioma que se le perdía en los oídos cuando niño. Guardar en la memoria los ojos claros de la abuela y de su padre; los lazos del cariño expresados en el gesto sencillo, en el abrazo que contiene al dolor y llama a la vida. Buscar justicia y libertad en los ideales antiguos. Los que se forjaron bajo el anciano roble un día de Juntas y que fueron traídos por cada vasco en su baúl o en su morral de viaje, según fuera la condición en la que desembarcaron en estas tierras.

Es el nieto, ya hombre, que desde su madurez evoca a los padres, a los abuelos para que permanezca la memoria. Y como en una película pasan por su mente los días de viajes a Rosario desde Idiazabal, o ya desde Ordóñez recorriendo con el tren las verdes y húmedas llanuras, contando las estaciones de los pequeños pueblitos cordobeses y santafesinos fundados por inmigrantes. Viajando con su padre en el noble Ford 39, su fantasía de niño imagina a los abuelos que lo esperan; imagina aventuras como en las películas del Oeste que ve en las matinés. Un mundo de experiencias y de afectos crece y se guarda en un archivo virtual que está entre la mente y el corazón y que él abrirá cuando lleguen sus propios hijos, sus nietos. La descendencia que continuará con la vertiente vasca que nunca cesa; que aparecerá misteriosamente quién sabe en cuál de ellos.

Laten en su pecho, como palomas que buscan lugares cálidos, luminosos, los significados de los nombres en euskara. Son las voces que desde la campiña navarra, desde el roquedal gipuzkoano llegan rápidas e intermitentes como el torrente del Urumea o las verdes aguas del Bidasoa.

Olastiguztia (Olazti): la ferrería de arriba ó vieja ferrería en el alto.
Urbasa: Bosque húmedo
Larraza: Abundancia de pastizal
Sarasola: Lugar de sauces
Echandia: Casa grande
Mendiluze: Monte largo
Basauri: Lugar del bosque
Idiazabal: Juncal ancho
Jauregialzo: El señor de los alisos
Urlurra: Tierra húmeda

Los nombres que significan, que hablan de pertenencia, que unen a los hombres con la tierra o el lugar, la casa o la cueva, el monte o el llano, el árbol o el agua, la piedra o el fuego. Los nombres hacen un remolino de emociones en su corazón y en sus manos; por eso busca, los escribe, los guarda, los cuenta, los explica. Todos los nombres en Euskal Herria tienen sentido, sonido y alma, dicen los euskaldunes Izena duena da: “todo lo que tiene nombre existe”, y es el recuerdo el que les da nombre y existencia al otro lado del charco.

Ese es el rumor que pulsa en las sangre junto al sonido del viento en las hayas, el sisear de los robles cuyas ramas se mecen majestuosas; la brama de ciervos y corzos en la espesura; los olores del bosque de Irati lo persiguen como si hubiese vivido siempre en esos lugares. La vuelta a los caseríos para descubrir el origen; revivir la alegría de encontrase bailando en una plaza con su familia, compartiendo el vino en bota, el txotx de la sidra, los sabores de un marmitako o de un talo bien amasado con picante txistorra. No, no podrá olvidar porque sus ojos vieron lo que su abuelo vivió y tuvo que abandonar. Sufrirá en su propio ser el destierro.

También él sabrá de vivir en otra tierra con un idioma que no es el materno. Diferente clima, costumbres, calles, sonidos y esa experiencia le traerá la memoria de aquel que gustaba en la niñez tirarse bajo la sombra del roble para mirar el cielo entre las hojas y descubrir ardillas, urtxintxak regalonas y saltarinas burlándose de sus ojos.

Es por eso que su archivo será minucioso, por momentos delicado y melancólico; por momentos con la fuerza de un torrente de ideales. Saltará la memoria naturalmente de un tiempo a otro pero siempre regresará a la esencia del relato. Desde el bosque húmedo llegó aquel abuelo solitario y despojado a esta tierra húmeda, urlurra, preñada de trigales, enriquecida por el maíz, los cereales, poblada entonces de ovejas, vacas y caballos por millares. Recorrió caminos, construyó hogares y dejó un legado de nobleza en cada acto de su vida. Legado que los hijos y los nietos retoman y llevan a sus propias vidas. Sangre vasca llevando la bandera argentina. Sangre vasca honrando al Libertador. Sangre vasca defendiendo sus ideas democráticas y republicanas. Sangre vasca tendiendo una mano solidaria, cumpliendo con la palabra dada. Sangre vasca animando el espíritu de aventura y riesgo. Padre, hijo, nieto. Después de la bruma, el sol disipa las nubes y hace florecer la tierra, la sangre se renueva, se multiplica y lleva sus secretos de niño a niño, de hombre a hombre. Nada puede detener este torrente memorioso que viene naciendo desde hace miles de años.

Marita Echave.- Coronel Moldes, Córdoba, Argentina

(Memoria de Eduardo Larraza, Bell Ville, Córdoba, Argentina)


Abuelos en Rosario. Sentados, Martín Larraza y esposa, con la niña en brazos y abuela materna de Eduardo Larraza.


Familia de Martín Larraza hijo. El primero de la izquierda es Eduardo Larraza.



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Marita Echave

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